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AL MARQUÉS LE SEVIGNÉ 99

Os oigo desde aquí; vais á abrumarme con vues- tros grandes principios y á decirme que nadie es dueño de detenerse donde quiere. Considero á los que piensan como vos del mismo modo que al hombre que cree interesado su honor en mostrar un gran dolor con ocasión de una pérdida ó de un accidente que los demás creen de importancia; este hombre sabe mejor que nadie los medios de consolarse, pero en su llanto encuentra goces deliciosos. Le gusta sentirse capaz de llevar el sentimiento hasta la exageración, y esta reflexión le enternece aún más. Procura alimentar su dolor y hace de él un idolo al cual inciensa por costumbre. Iguales todos los amantes de los grandes sentimientos, imbuídos por las novelas ó por los moralistas gazmoños, hacen cuestión de honor el espiritualizar su pasión. Exa- gerando la delicadeza, caen en una superstición galante, á la que se aferran como á su propia obra, y consideran como una vergúenza rebajarse al sen- tido del vulgo en estas cuestiones y volver á ser hombres. Guardaos bien, querido marqués, de incurrir en tamaña ridiculez. Ese modo de conducirse en el siglo que corremos es el que emplean unos cuantos estúpidos. Antes el amor debía ser razonable; se quería que fuese grave y se le estimaba en propor- ción á su dignidad. Pero el exigir dignidad á un niño, ¿no es quitarle todas sus gracias? ¿No es hacef de él un triste viejo?¡ Cuánto compadezco á nuestros abuelos! Lo que era en ellos una mortal languidez, un melancólico frenesí, es en nosotros una alegría loca, un amable delirio. Eran tan insensatos que pre- ferían el horror de los desiertos y de las rocas á los encantos de un parterre esmaltado de flores. ¡ Cuántos prejuicios ha derruido el hábito de reflexionar !