un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar...!
–Eso creerás tú...
–Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento...
–¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!
–Y ahora –añadió levantándose y apartándole con la mano suya–, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!
–¡Eugenia! ¡Eugenia! –le suspiró con voz seca, casi febril, al oído–, si tú quisieras...
–El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque... ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso...
–En otro caso, ¿qué?
–¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!
Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:
–Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.
Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!» , se dijo la muchacha, y más que se fue huyó calle abajo.