–Déjale que se dedique.
–No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!
–¿Te conmueve?
–Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.
–¿Y temes?
–¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.
–¡Ya lo sabía! –dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia la dejó allí.
–Es preciso que te decidas, Mauricio.
–Pero ¿a qué, rica mía, a qué?
–¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!
–Y ¿de qué vamos a vivir?
–De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.
–¿De tu trabajo?
–¡Sí, de la odiosa música!
–¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos...
–Esperaremos... esperaremos... ¡y así se nos irán los años! –exclamó Eugenia taconeando en el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejó descansar su mano.
Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó