IX
Al día siguiente de esto hablaba Eugenia en el reducido cuchitril de una portería con un joven, mientras la portera había salido discretamente a tomar el fresco a la puerta de la casa.
–Es menester que esto se acabe, Mauricio –decía Eugenia–; así no podemos seguir, y menos después de lo que te digo pasó ayer.
–Pero ¿no dices –dijo el llamado Mauricio– que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en Babia?
–Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.
–¡Despáchale!
–¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?
–No le hagas caso.
–Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.