Y meditó en la doctrina de don Fermín sobre el origen del conocimiento.
Llegó a casa, y al salir Orfeo a recibirle lo cogió en sus brazos, le acarició y le dijo: «Hoy empezamos una nueva vida, Orfeo. ¿No sientes que el mundo es más grande, más puro el sire y más azul el cielo? ¡Ah, cuando la veas, Orfeo, cuando la conozcas...! ¡Entonces sentirás la congoja de no ser más que perro como yo siento la de no ser más que hombre! Y dime, Orfeo, ¿cómo podéis conocer, si no pecáis, si vuestro conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional.»
Al servirle la comida su fiel Liduvina se le quedó mirando.
–¿Qué miras? –preguntó Augusto.
–Me parece que hay mudanza.
–¿De dónde sacas eso?
–El señorito tiene otra cara.
–¿Lo crees?
–Naturalmente. ¿Y qué, se arregla lo de la pianista?
–¡Liduvina! ¡Liduvina!
–Tiene usted razón, señorito; pero ¡me interesa tanto su felicidad!
–¿Quién sabe qué es eso?...
–Es verdad.
Y los dos miraron al suelo, como si el secreto de la felicidad estuviese debajo de él.