–Pero ¡si estoy encantado, señora, encantado! ¡Si esta recia independencia de carácter, a mí, que no le tengo, es lo que más me entusiasma!; ¡si es esta, esta, esta y no otra la mujer que yo necesito!
–¡Sí, señor Pérez, sí –declamó el anarquista–; esta es la mujer del porvenir!
–¿Y yo? –arguyó doña Ermelinda.
–¡Tú, la del pasado! ¡Esta es, digo, la mujer del porvenir! ¡Claro, no en balde me ha estado oyendo disertar un día y otro sobre la sociedad futura y la mujer del porvenir; no en balde le he inculcado las emancipadoras doctrinas del anarquismo... sin bombas!
–¡Pues yo creo –dijo de mal humor la tía– que esta chicuela es capaz hasta de tirar bombas!
–Y aunque así fuera... –insinuó Augusto.
–¡Eso no!, ¡eso no! –dijo el tío.
–Y ¿qué más da?
–¡Don Augusto! ¡Don Augusto!
–Yo creo –añadió la tía– que no por esto que acaba de pasar debe usted ceder en sus pretensiones...
–¡Claro que no! Así tiene más mérito.
–¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos tiene de su parte y que puede venir a esta su casa cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia.
–Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que