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–Y este caballero –empezó la pianista.

«¡Este caballero... este caballero... –pensó Augusto rapidísimamente– este caballero! ¡Llamarme caballero! ¡Esto es de mal agüero!»

–Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad...

–Sí, la del canario.

–¡Son misteriosos los caminos de la Providencia –sentenció el anarquista.

–Este caballero, digo –agregó la tía–, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo y respeté mucho; este caballero, puesto que es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, Eugenia.

–¡Y admirarla! –añadió Augusto.

–¿Admirarme? –exclamó Eugenia.

–¡Sí, como pianista!

–¡Ah, vamos!

–Conozco, señorita, su gran amor al arte...

–¿Al arte? ¿A cuál, al de la música?

–¡Claro está!

–¡Pues le han engañado a usted, don Augusto!

«¡Don Augusto! ¡Don Augusto! –pensó este, ¡Don...! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan malo como aquel caballero! » Y luego, en voz alta:

–¿Es que no le gusta la música?

–Ni pizca, se lo aseguro.