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–¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.

–Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?

–Pichín, mi canario.

–Y ¿a qué ha venido?

–¡Vaya una pregunta! Tras de ti.

–¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín.

–Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, sobre todo rico.

–Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.

–Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?

–Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.

–Tú le verás, chiquilla, tú le verás a irás cambiando de ideas.

–Lo que es eso...

–Nadie puede decir de esta agua no beberé.

–¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! –exclamó don Fermín–. Dios...

–Pero, hombre –le arguyó su mujer–, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?

–Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místi-