cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.
–Tanto honor, señora...
–Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa... Luego, ¡fue criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano...
–¿Catástrofe? –preguntó Augusto.
–Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se lleva sus
rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajo hasta reunir con qué levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de piano sesenta años!
Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.
–La chica no es mala –prosiguió la tía–, pero no hay modo de entenderla.
–Si aprendierais esperanto –empezó don Fermín.
–Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?