difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.
–¿De doña Soledad?
–Exacto; de doña Soledad.
–Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.
–Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.
–¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?
–Para mí, sí.
–Gracias, caballero –dijo don Fermín, agregando–: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas...
–Cállate con tu estribillo, hombre –exclamó la tía–. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?
–Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.
–¿Esta casa?
–Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.
–Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.
–¿Quién conoce los caminos de la Providencia? –dijo don Fermín.