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VI

«Tengo que tomar alguna determinación –se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la avenida de la Alameda–; esto no puede segúir así.»

En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: « ¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revolotaba dentro de ella despavorido.

Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.

–¡Oh, gracias, gracias, caballero!

–Las gracias a usted, señora.

–¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?

–Con mucho gusto, señora.