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–¡Sí... el desayuno!

Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.

«El amor aviva y anticipa el apetito –siguió diciéndose Augusto–. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!»

Se levantó a tomar el desayuno.

–¿Qué tal tiempo hace, Domingo?

–Como siempre, señorito.

–Vamos, sí, ni bueno ni malo.

–¡Eso!

Era la teoría del criado, quien también se las tenía.

Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.

Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla –se dijo–, si yo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata...! ¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, la saludó aún más con los ojos que con el sombrero.

Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la portera.

«Es ella, sí, es ella –siguió diciéndose–, es