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MIGUEL DE UNAMUNO

Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.

Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo ésta al ver a aquél fué sacar la mano del bolsillo del delantal.

—Buenas tardes, Margarita.

—Buenas tardes, señorito.

—Augusto, buena mujer, Augusto.

—Don Augusto—añadió ella.

—No a todos los nombres les cae el don—observó él—. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero... sea! ¿Salió la señorita Eugenia?

—Sí, hace un momento.

—¿En qué dirección?

—Por ahí.

Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvióse. Se le había olvidado la carta.

—¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?

—Con mucho gusto.