a llorar. Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mocita, y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo con su voz más húmeda y más caliente, muy bajo:
–Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso?
–Que con esas cosas me hace usted llorar, don Augusto...
–¡Angel de Dios!
–No diga usted esas cosas, don Augusto.
–¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, como si no viviera, hasta que llegó una mujer, ¿sabes?, otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre todo he aprendido a veros a vosotras, a las mujeres...
–Y esa mujer... sería alguna mala mujer...
–¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes lo que es ser malo? ¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es, como tú, un ángel; pero esa mujer no me quiere... no me quiere... no me quiere... –y al decirlo se le quebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos.
–¡Pobre don Augusto!
–¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!
–Pero, señorito...
–Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!
–Si usted se empeña... ¡pobre Augusto!