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–Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y además me pareces otra.

–El que me parece que es otro es usted...

–Puede ser... puede ser.

. Pero ven, acércate.

–¡Vamos, déjese de bromas y despachemos!

–¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? –le dijo con voz más seria–. Acércate, así, que te vea bien.

–Pero ¿es que no me ha visto otras veces?

–Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que fueses tan guapa como eres...

–Vamos, vamos, señorito, no se burle... –y le ardía la cara.

–Y ahora, con esos colores, talmente el sol...

–Vamos...

–Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco, ¿no es así? Pues no, no es eso, ¡no! Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que he estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego... No hace sino muy poco tiempo que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces como has entrado en esta casa y te he mirado y no te había visto. Es, Rosario, como si no hubiese vivido, lo mismo que si no hubiese vivido... Estaba tonto, tonto... Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa?

Rosario, que se había tenido que sentar en una silla, ocultó la cara en las manos y rompió