–Ahora yo les dejo, tengo que hacer –dijo Eugenia, y dando la mano a Augusto se fue.
–Y ¿qué, cómo va eso? –le preguntó a Augusto la tía así que Eugenia hubo salido.
–Y ¿qué es eso?
–¡La conquista, naturalmente!
–¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio y que se ha de casar con él.
–¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía?
–Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio es una locura, don Augusto, ¡una locura!
–Pero, señora, ¿y si está enamorada de él...?
–Eso digo yo –exclamó el tío–, eso digo yo. ¡La libertad, la santa libertad, la libertad de elección!
–Pues ¡no, no y no! ¿Acaso sabe esa chiquilla lo que se hace...? ¡Despreciarle a usted, don Augusto, a usted! ¡Eso no puede ser!
–Pero, señora, reflexione, fíjese... no se puede, no se debe violentar así la voluntad de una joven como Eugenia... Se trata de su felicidad, y no debemos todos preocuparnos sino de ella, y hasta sacrifcarnos para que la consiga...
–¿Usted, don Augusto, usted?
–¡Yo, sí, yo, señora! ¡Estoy dispuesto a sacrificarme por la felicidad de Eugenia, de su sobrina, porque mi felicidad consiste en que ella sea feliz!
–¡Bravo! –exclamó el tío– ¡bravo!, ¡bravo! ¡