–¡Eugenia! –exclamó el pobre, y extendió una mano que recogió al punto.
–Todavía me parece que no está usted en disposición de que hablemos tranquilamente, como buenos amigos. ¡A ver! –y le cogió la mano para tomarle el pulso.
Y este empezó a latir febril en el pobre Augusto; se puso rojo, ardíale la frente. Los ojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja. Un momento creyó perder el sentido.
–¡Ten compasión, Eugenia, ten compasión de mí!
–¡Cálmese usted, don Augusto, cálmese!
–Don Augusto... don Augusto... don... don...
–Sí, mi bueno de don Augusto, cálmese usted y hablemos tranquilamente.
–Pero, permítame... –y le cogió entre sus manos la diestra aquella blanca y fría como la nieve, de ahusados dedos, hecha para acariciar las teclas del piano, para arrancarles dulces arpegios.
–Como usted quiera, don Augusto.
Este se la llevó a los labios y la cubrió de besos que apenas entibiaron la frialdad blanca.
–Cuando usted acabe, don Augusto, empezaremos a hablar.
–Pero mira, Eugenia, ven...
–No, no, no, ¡formalidad! –y desprendiendo su mano de las de él prosiguió–: Yo no sé qué