XI
Cuando llamó aquel otro día Augusto a casa de don Fermín y doña Ermelinda, la criada le pasó a la salita diciéndole: «Ahora aviso.»
Quedóse un momento solo y como si estuviese en el vacío. Sentía una profunda opresión en el pecho. Ceñíale una angustiosa sensación de solemnidad. Sentóse para levantar al punto y se entretuvo en mirar los cuadros que colgaban de las paredes, un retrato de Eugenia entre ellos. Entráronle ganas de echar a correr, de escaparse. De pronto, al oír unos pasos menudos, sintió un puñal de hielo atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza. Abrióse la puerta de la sala y apareció Eugenia. El pobre se apoyó en el respaldo de una butaca. Ella, al verle lívido, palideció un momento y se quedó suspensa en medio de la sala, y luego, acercándose a él, le dijo con voz seca y baja:
–¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone malo?