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driguez, el de peruanismos por Juan de Arona, el rio-platense de Daniel Granada, y los trabajos lingüísticos de los Cuervo, Baralt, Irisarri, Seijas, Armas, Batres Jáuregui, Pablo Herrera, Pedro Fermín Cevallos, Amunátegui Reyes, Eduardo de la Barra, Tomás Guevara y otros muchos filólogos americanos.

Y qué razones, Dios de Israel! las que oí alegar contra la admisión de algunas voces!

Las razones más culminantes eran —ese vocablo no hace falta ó ese vocablo no lo usamos en España— como si porque en América no se han aclimatado el sustantivo ponencia ni el verbo empecer, palabras muy castizas y de las que gran derroche hicieron los oradores en los Congresos colombinos, debiéramos nosotros condenarlas.

Después del rechazo de una docena de voces por mí propuestas, me abstuve de continuar, convencido de que el rechazo era sistemático en la mayoría de la corporación, escepción hecha de Castelar, Campoamor, Cánovas, Valera, Castro Serrano, Balaguer, Fabié y Núñez de Arce, que fué el paladín que más ardorosamente defendió la casticidad del verbo dictaminar.

Así, por razón de capricho erijido en sistema ó por espíritu anti-americano, he llegado á explicarme el por qué nunca la Academia tomara en séria consideración los diccionarios de Zorobabel Rodriguez, Juan de Arona y Daniel Granada.

Ese esclusivismo de la mayoría académica importa tanto como decirnos: —

Señores americanos, el Diccionario no es para ustedes. El Diccionario es un cordón sanitario entre España y América. No queremos contajio americano.

Y tiene razón la Real Academia.

Cada cual en su casa, y Dios con todos.

Lima—Febrero de 1895.