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co de las palabras que, doctos é indoctos, usamos en América, palabras que, en su mayor parte, se encuentran en nuestro cuerpo de leyes, implicaba desairoso reproche.

—¿No encuentran ustedes de correcta formación los verbos dictaminar y clausurar?— pregunté una noche. —Sí, me contestó un académico; pero esos verbos no los usamos, en España, los dieziocho millones de españoles que poblamos la península: no nos hacen falta.— Es decir que, para mi amigo el académico, más de cincuenta millones de americanos nada pesamos en la balanza del idioma. Bien pude contestarle con estas palabras de Zahonero, en el Congreso Literario:

«Parece que la lengua castellana, en doncellez, es una vírgen cuya virtud estamos obligados todos á a guardar; virtud fría, virtud que resulta por negación, virtud de solterona. No, mil veces no. Las lenguas no son vírgenes: son madres, y madres fecundas que siempre están dando del claustro materno del cerebro, por la abertura de los lábios, nuevos hijos al mundo del amor y de las relaciones humanas.»

El espíritu, el alma de los idiomas, está en su sintáxis más que en su vocabulario. Enriquézcase éste y acátese aquella, tal es nuestra doctrina. Si el uso generalizado ha impuesto tal ó cual verbo, tal ó cual adjetivo, hay falta de sensatez ó sobra de tiranía autoritaria en la Corporación que se encapricha en ir contra la corriente. Siempre fué la intransigencia semilla que produjo mala cosecha.

IV

Recuerdo que sostuve una noche en la Academia que figurando en el Diccionario el sustantivo presupuesto, nada de irregular habría en admitir el verbo