DE CECILIA 8l
— Y ahora vete, Eduardo. Cada minuto que transcurre es un peligro para mi honor y mi tranquilidad.
El amoroso delirio de Eduardo se había disipado bajo el sano influjo de las palabras de la señora de Real.
Margarita, -- murmuró avergonzado, — per- dóname un momento fatal de locura. Al ve- nir aquí no traía intención de turbar tu re- poso, no lo creas; todo ha “sido obra de una alucinación, que si alguna excusa tiene es mi largo sufrimiento. Pero antes que te ex- plique porque estoy aquí, quiero hacerte una pregunta, una sola, acaso porque es la pri- mera y será la última ocasión que tengo para ello. ¿Quieres contestarme, Margaríta ?
— No, Eduardo; no puedo ni debo escu- charte.
— Amiga, hermana mía, yo soy quien in- voca ahora nuestra amistad de niños. No te- mas; la Jocura ha pasado y nada te pediré que pueda causarte remordimiento. Mírame ahora, ¿crees que pueda ofenderte ?
Margarita levantó su frente; en sus ojos arrasados en lágrimas se leía el inocente va- lor de la virtud. Segura ya de sí misma y deseando terminar cuanto antes aquella pe- ligrosa entrevista dijo:
— Sea, te escucharé.
— ¿Y me contestarás ?