44 EL PADRINO
Cuando llegó, la iglesia estaba solitaria, y como á pesar de las agitaciones de la juven- tud no había perdido por completo su fe de niño, no se avergonzó de arrodillarse y pe- dir á Dios le diera valor en aquella hora su- prema.
El altar mayor, vestido de blanco y res- plandeciente de luces le produjo una extraña fascinación, mezcla de dolor y de ternura, Oró algunos instantes, más con el corazón que con los labios, y luego fué á pararse en un sitio desde donde pudiera contemplar bien de cerca á la comitiva nupcial: quería anegarse en su dolor con una especie de vo- luptuosidad amarga y sombría.
No pudo, por más que lo hubiese deseado, evitar la conversación de algunos de sus amigos que fueron llegando entre los invita- dos, de que pronto se llenó el templo; y como á pesar de su fuerza de voluntad no podía reprimir un estremecimiento nervioso que, de cuando en cuando, recorría su cuerpo:
—Estoy algo enfermo, — dijo á uno de sus amigos que notó su agitación.
— ¿Enfermo ó enamorado ?— interrogó el otro sonriendo.
— ¿Enamorado de quién? — preguntó á su vez Eduardo con acento casi colérico, sin acordarse de su novia y creyendo que el