34 EL PADRINO
Muy poca gente transitaba por ella, con aqueila noche tan fría todo el mundo se ha- llaba mejor en su casa. Sólo alguno que otro hombre, con el cuello del sobretodo subido hasta las orejas y las manos en los bolsillos cruzaba con paso rápido las aceras, húmedas aún.
Eduardo miró su reloj: iban á ser las ocho.
— Tengo tiempo de ir — pensó y se dirigió á tomar el tranvía que lo dejaba más cerca de la casa de Margarita.
Una vez en camino y sin preocuparse de que algunos pasajeros lo observaban con cu- riosidad por su aire extraño, se abandonó de nuevo á su amargos pensamientos.
— ¡Casada! —se decía. Esa niña tan linda, tan pura, ha de ser para ese pedazo... ¡Va- mos! No insultemos á mi bienhechor; bas- tante le debo, por desgracia. Y al fin él no tiene la culpa sino ella, esa ambiciosa sin corazón.
Pero una nueva idea vino á modificar el juicio poco favorable que formaba de Mar- garita.
—|¡ Yo estoy loco! pensó ¿Acaso no com- prendo todo lo que hay de heroico en el sa- criflcio, que, necesariamente, tiene que hacer Margarita al casarse con un hombre como mi tío? ¿No veo, á pesar del cuidado que ponen en ocultarla, la miseria que agobia á