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100 EL PADRINO

una melancólica sonrisa que hubiera podido traducirse por «¿quién sabe?»

A un alma menos soñadora pero más se- rena y mejor templada que la de Eduardo, unía la experiencia de sus treinta años, que le hizo dar á las protestas de su enamorado amigo su justo y verdadero valor.

— ¿Escribirás á menudo? — le preguntó.

— Indudablemente, pero sólo á ti. Así como eres el único que sabes á donde me dirijo, sólo tú tendrás noticias mías y ..--—agregó con tono suplicante ¡háblame siempre de ella!

— Te lo prometo... y ahora, -- agregó Héc- tor consultando su reloj--adiós mi pobre amigo; la hora de partir se acerca.

— ¡ Adiós! -- contestó Eduardo llorando y estrechándolo entre sus brazos.

Héctor, siempre el más fuerte, fué el pri- mero en vencer su emoción; estrechó por última vez la mano de su amigo y descendió al vaporcito que lo esperaba para conducirlo á tierra.

Eduardo permaneció asomado á la baran- dilla del buque, agitando de cuando en cuando su pañuelo, mientras el vaporcito que condu- cía á Héctor se alejaba velozmente... De pronto un fuerte silbato lo hizo estremecer : el buque iba á ponerse en marcha.

Entonces parecióle que una mano de hie-