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E. BLASCO.

tivamente, á eso de las cuatro el criado anunció al Duque, que acababa de llegar de Alemania.

¡Qué efecto nos produjo aquel hombre!

Era un viejo algo rechoncho, pálido, ¡qué digo pálido! amarillo como la cera, con los ojos muertos; entró arrastrando los pies; no veía, iba casi á tientas.... no habló más que de su mala salud y de un sin fin de baños y aguas minerales que había tomado ó pensado tomar; unas aguas con nombres imposibles.

Grilo y yo nos consideramos más ricos que él.

Yo lo dije poco después en unos versos á mi amigo, en los que ya me he declarado pobre y contento....

— ¡Y pensar que ese hombre es ese Duque de Osuna, con cuya fortuna sueña tanta gente! —decía el poeta de las ermitas, y añadía:

— Dí la verdad; ¿qué le encuentras de envidiable?

— ¡La mujer! — exclamé.

Era, en efecto, la Duquesa su esposa, hoy Duquesa viuda, una hermosísima dama en todo el éclat de la belleza. Al retirarse del salón, ella le ofreció el brazo á él, porque, ya lo he dicho antes, el Duque no veía.

A los dos ó tres días le volví á ver en un baile dado por el Marqués de Vinent.

— Osuna, Osuna —decían los convidados en voz baja; y le abrían paso.

Iba cargado de placas, bandas, estrellas y rosetas de todas las órdenes del mundo.

Se le admiraba como si á todos nos hubieran dicho;