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E. BLASCO.

Los convidados del embajador de España le contemplaban con asombro.

Lesseps era allí la personificación del siglo del progreso y de los adelantos maravillosos.

Para él no existen ni el tiempo ni la distancia.

Los demás míseros mortales dedicados á las artes ó á las letras envejecemos en el rincón de nuestro gabinete dando cuartillas á la imprenta.

Lesseps está hoy tan fuerte, tan vigoroso, tan enérgico como allá en Ismailia cuando servía de guía á la Emperatriz Eugenia montando en camello.

Recordaré siempre la mañana de la inauguración del canal.

La Emperatriz, que en quince días había logrado aprender á montar en camello, al que hacía galopar como si se tratara de un caballo de paseo, llegó al pabellón donde debía verificarse la boda de Lesseps. Dió un fustazo á la pesada cabalgadura, que se arrodilló delante de un círculo de españoles y franceses, y saltó á tierra.

— ¡Vive l'Empereur! ¡Vive la France! — gritó Lesseps qué venía delante.

¡Cuantum mutatus ab illo! — podríamos decir ahora.

Desde entonces acá todo ha cambiado. El Imperio no existe, el Egipto está en la anarquía; los soberanos de la tierra que en aquella noche célebre simbolizaban la paz europea, en el banquete con que el virrey obsequió al mundo allí reunido, están ó destronados ó en