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E. BLASCO.

Las siete y media, las ocho menos cuarto.... Ya han pasado por delante de la portería los músicos de la orquesta, dos ó tres actores; veo llegar á Matilde Diez, que baja de su coche envuelta en un abrigo de pieles. — ¡Hola! — ¿Y Manuel? — Debe estar arriba, le digo para no alarmarla.... Pasa Elisa Boldún. — Buenas noches; ¿está usted de portero? — Sí, hasta luego. Y volviéndome hacia Pérez, el inolvidable Pérez, aquel portero que era un amigo, le digo: — Muchacho, D. Manuel no viene. — ¡Pues ya son las ocho! — Las ocho. — Y arriba creerán que se está ya vistiendo, y yo voy á dar la orden. — Y le oigo subir y recorrer los pasillos del vestuario gritando, según la clásica costumbre: — ¡La ordeeen! — Nada, Manuel no viene, estoy convencido....

Por fin óyese un coche que viene atropellando á la gente, que se para delante de la puerta, y veo saltar á mi Manuel, fin sombrero y con un delantal blanco como los mozos de los cafés, riendo, jadeante y diciéndome á la vez que se quita el delantal y me quita el sombrero: — Ahora hablaremos, ahora hablaremos..... y de cuatro en cuatro sube las escaleras, mientras la orquesta comienza ya á tocar la sinfonía de la Mutta, que era entonces cosa obligada.

Sucedió, pues, que las niñas aquellas del entresuelo quisieron obsequiar á papá y mandaron traer del café unos riñoncitos salteados, mientras á Manuel le dolían los huesos de estar encorvado en el escondite; vino el