tos que faltaban para levantarse el telón, mientras él estaba allí sin poder salir, faltando á la obligación y al público, y deshaciéndose de impaciencia....
— A mí no me sucedería eso — decía Catalina — porque yo salgo y me dejo matar, pero llego á tiempo á la escena.
— ¡Qué ha de salir usted, hombre! — decía yo. — Pues qué, ¿no hay más que salir?
— No sé lo que haría.
Pronto lo supo. La tarde aquella, y cuando mas entretenidos estábamos, llegó de improviso, no el marido, sino el padre de aquellas tiernas criaturas. Un padre septuagenario y enfermo del corazón, respetabilísimo, celoso aun más que los maridos, de la opinión de sus hijas; un hombre, en fin, á quien ni Catalina ni yo hubiéramos dado un disgusto por nada en el mundo.
Yo tuve tiempo de ocultarme tras de la puerta por donde el anciano entró, verle pasar y escurrir el bulto; pero mi buen Manuel estaba allá adentro y no podía salir sin ser visto, y la hija se puso de rodillas y le rogó que se encerrase donde yo me sé, y el padre entró, y dijo que venía á comer; y eran las seis y media de la tarde, y la representación del teatro Español comenzaba á las ocho.
Dan las siete, las siete y cuarto, y yo, que espero al artista en la portería del teatro, comienzo á creer que no viene y que mi pobre comedia va á ser suspendida el segundo día. No sé quién de los dos debió sufrir más. Acaso él, porque era esclavo de su deber.