tenía mejores representantes que Manuel Catalina y su hermano Juan. Ligada estrechamente con ellos vivía la gran Matilde Diez, nunca bastante llorada, y comenzaba á brillar como estrella de marca mayor aquella inolvidable Elisa Boldún, también para el arte perdida. Con estos elementos era muy difícil que una obra fracasara, de no ser detestable. Por eso, al acabar el manuscrito del Pañuelo blanco, fui resueltamente al teatro Español, y debo declarar que Catalina y yo nos entendimos en seguida.
Tan en seguida fué, que leída la obra un jueves, á los ocho días justos se estrenó, y como los éxitos y las penas unen á las gentes, la amistad entre el actor y yo era íntima á los quince días. Aun era yo soltero y hacía vida de madrileño, alegre y divertida. Manuel y yo nos contábamos nuestras aventuras, nos ayudábamos mutuamente, y aun á veces las corríamos juntos.
Una tarde, Catalina había estado conmigo en una casa donde vivían dos hermanas, tan fáciles como bonitas, y ambas casadas con militares qué estaban por esos cerros combatiendo á los republicanos, mientras nosotros, pérfidos, íbamos á consolarlas de la ausencia. ¡Sirva de ejemplo á los incautos, y no vayan á perseguir á los que defienden la buena causa!
Habíamos hablado días antes de cierta aventura ocurrida á Mario en los albores de su vida artística, cuando encerrado en una casa á donde había llegado de improviso un marido inoportuno, contaba el actor los minu-