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E. BLASCO.

— ¡Qué hermosos versos, D. Antonio! —le dice un poeta.

— ¡Pero este D. Antonio, parece que tiene quince años! — exclama un compañero suyo en la Academia.

Y D. Antonio, con sus cabellos blancos, su sombrero un poco echado hacia atrás, sus gafas azules, su gabán largo y las manos en los bolsillos, temeroso como un principiante, y cariñoso con todo el mundo, parece, allí en el escenario, el abuelo de aquella familia de artistas y de poetas.

Ni le hay más modesto ni más afable.

Nadie que le ha hablado una vez dejará de quererle, y aunque valiera menos se le querría lo mismo; tal es la atracción que ejerce sobre sus semejantes.

Los grandes éxitos le cogen dormido. Carlos Coello suele ir á despertarle y darle cuenta de lo que ocurre. No haya miedo de que se vista y vaya al teatro y salga á la escena. Fué, sin embargo, el primer autor dramático español á quien el público hizo los honores de la presentación en público. Pero desde que conoce su autoridad, quiere prescindir de estas vanidades. A su actitud debo yo la resolución de no salir nunca á la escena en noche de estreno, porque cuando estos genios de la escena dan ejemplos de tal modestia, ¿quién que sienta la pena de no serlo ha de atreverse á asomar á la puerta del foro cada vez que le aplaudan una redondilla, como diciendo: — Aquí estoy, ó esperando estaba á que me llamaran? En ningún país de Europa se