si no temiera nuevas acusaciones de inmoralidad de estilo por parte de ese santo público.
Y una vez allí, y hablando con éste y con el otro, y con la otra y con ésta, decía yo, contemplando el lujo y la grandeza del teatro:
— Todo esto es muy notable; local, bailarinas, decoraciones, óperas pero falta un artista. Falta Gayarre.
— Tan cierto es eso, observó un abonado hereditario, que la dirección piensa siempre en él; Ambrosio Thomas quiso que fuese él quien estrenase su Francesca; pero hay un inconveniente grave, en el que ustedes los extranjeros no se han fijado, y que parece absurdo para dicho aquí: ¡Gayarre es muy caro!
Y así es en efecto. Con los enormes ingresos de la Grande Opera y la subvención oficial, no permiten, sin embargo, á la dirección el lujo de un tenor como el nuestro, que se disputan todos los años cuatro ó cinco empresarios de grandes teatros, dándole cuanto quiere.
Hasta la fecha, nadie ha ganado en Paris lo que Gayarre gana en Londres, San Petersburgo, Lisboa, Viena ó Madrid.
Si quisiera volver á América, le recibirían en triunfo.
Hablando yo con el redactor de un periódico americano, del cual soy corresponsal aquí, sobre los asuntos que convendría tratar en mis cartas, me dijo:
— Puesto que conoce usted á Gayarre, hable de él siempre que tenga ocasión, y aquel número en que se le