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Ricardo Palma

tener fruto de bendición, y á la que bastó para alcanzar redondez de vientre poner sobre éste la capa del santísimo carpintero.

No he cuidado de informarme, que así soy yo de desidioso, si todavía se conserva la capa en el monasterio; si bien tengo para mi que, de tanto traída y llevada, desde hace más de dos siglos, estará ya convertida en hilachas. Lo que á mí me ha interesado averiguar es el cómo y por qué vino á Lima la capa patriarcal.

Dicen que por los años de 1640 hubo en mi tierra una cuadrilla de ladrones que ejercitaban su industria asaltando los monasterios de monjas donde era fama que, amagados como vivíamos por piratas ingleses y holandeses, depositaban muchas familias alhajas valiosas y hasta saquitos repletos de onzas de oro. Alabo la confianza.

Las Descalzas, cuyo monasterio databa desde 1603, no pudieron dejar de ser también amenazadas de asalto, y por turno riguroso cumplía á una monja la vigilancia nocturna del claustro.

Cierta noche en que, farolillo en mano, desempeñaba sus funciones de vigilancia una monjita de almidonada y limpia toca sobre rostro de ángel, creyó ver un bulto que se recataba tras de una pilastra, y alarmada dió la voz de:—¿Quién está ahí?...

—No se asuste, madrecita. Soy yo, San José, que, como patrón de este convento, vengo á acompañarla en la ronda.

La monjita era de hígados, y á la vez que jesuseando daba voces de alarma, se abalanzó sobre el oficioso; pero éste se evaporó dejándola la capa entre las manos.

Las conventuales todas se pusieron en movimiento para descubrir por dónde habría podido escapar el misterioso rondador, y todas convinieron, á la postre, en que el tal no podría ser persona humana, sino celeste.

Desde ese día entró la capa en la categoría de reliquia, y principió á menudear milagros.