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livia y Chile, aunque menos calurosamente, se gastó no poca tinta. En una palabra, la polémica se hizo continental.

Entre los varios opúsculos que, en refutación del mío, aparecieron, figuraba uno, publicado en Santiago de Chile por mi querido amigo el literato y estadista colombiano Ricardo Becerra. Después de leerlo, me decidí á contestarlo en otro folleto, suspendiendo la polémica en artículos de periódico. La seriedad del trabajo histórico que iba á emprender, me obligó á dejar mi residencia de Lima y trasladarme á Miraflores, donde el reposo de la vida campestre me permitiría consagrar toda la actividad de mi cerebro á la lucha con adversario tan caballeresco como ilustrado.

Sobrevino la guerra, que tan desastrosa ha sido para el Perú. Mi libro estaba ya en condiciones de pasar á la imprenta; pero no eran esos oportunos momentos para su publicación. Escrito estaba que ni mi respuesta á Becerra ni mis Reminiscencias de la administración Balta, vivirían en letra de molde. El incendio de Miraflores devoró mis libros y manuscritos ¡Sea todo por Dios!

La gente de letras sabe que no es hacedero volver á escribir un libro. Para mí, lo confieso, es imposible.

Es seguro que habría omitido considerar en esta compilación de mis obras, mi tan asandereado estudio sobre Monteagudo, si, con motivo de las fiestas del centenario de Bolívar, no se hubiera vuelto á poner sobre el tapete la crítica de mi folleto. Esa recrudescencia me impone la obligación, no sólo de consentir en que se reimprima, sino la de reproducir algunos artículos con que sostuve la polémica y que, afortunadamente me ha proporcionado un amigo conservador de colecciones de periódicos.

Hoy, como entonces, y aunque vuelvan á quemarme en efigie sobre el escenario de un teatro, como se hizo en el de Guayaquil, y por más que caigan sobre mi modesta persona á guisa de nuevo chubasco, todas las injurias del vocabulario de las desvergüenzas, insisto en creer:

—Que el asesinato de Monteagudo fué crimen político, no obra de la casualidad;