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Mis últimas tradiciones

bastaría apenas para relatar los milagros que hizo, en vida y en muerte. Como no hay ahora quien mueva el pandero (desentendencia que, por estas que son cruces, no le perdono al Congreso Católico de mi tierra) continúa en Roma, bajo espesa capa de polvo, el expediente que la religiosidad limeña organizó pidiendo la canonización del venerable siervo de Dios.

El padre Camacho, no embargante el ayuno y la disciplina, era físicamente lo que se llama un hombre morocho, y á pesar del hábito, trasparentábase en él al soldado. En sus modales, aunque no la echaba de plancheta, había algo del bravucón rajabroqueles, y al caminar eran su paso y donaire más propios de militar que de fraile. Nació de aquí que la gente del pueblo lo bautizara con el mote de—el padre guaragüero—á lo que el juandediano contestaba con acento andaluz y sonriéndose:—Déjenme en paz, reyes de taifa (tunantes), que cada quisque anda como Dios le ayuda.

Desde los primeros tiempos encomendóse al padre Camacho la colecta de limosnas para terminar la fábrica de iglesia, convento y hospital; y tan activo y afortunado debió andar en el desempeño de la comisión, que en breve recogió sesenta mil