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Mis últimas tradiciones

ligera, reprobación por lo de Aznapuquio. Disculpe el señor conde que la justifique en este artículo.

Siempre que á los puntos de mi pluma vino el nombre del general Valdés, fué para acompañarlo de un adjetivo encomiástico. Como el general Mendiburu, creo sinceramente que Valdés fué un distinguido talento; un militar instruído, gran ordenancista y mejor táctico; soldado valiente, decidido, perseverante, desinteresado y severo, sólo cuando la severidad era oportuna. Poseía, en fin, todas las cualidades necesarias para encabezar un partido. Precisamente ese conjunto de circunstancias le fué fatal, porque lo arrastró á cometer gravísima falta que, ante la posteridad imparcial, empaña el brillo de su nombre. Esa falta es la rebelión de Aznapuquio, de la que él fué el inspirador, el alma.

Es indudable que el general Valdés fué de los pocos hombres que hacen de la amistad un culto, y que todo lo sacrifican ante ella. En 1816 vino de España con La Serna, embarcados en la fragata Venganza, y después de la capitulación de Ayacucho regresaron juntos á Europa en la Ernestina. Eran dos inseparables: estaban ligados por el afecto más que los hermanos siameses por un cartílago. El cariño de Valdés por La Serna, unido al resentimiento que contra Pezuela abrigaba, porque éste pretendió separarlo del Perú, destinándolo al ejército de Quito, fueron causas que bastaron para acallar en su alma el sentimiento del deber, arrastrándolo á fraguar la desleal defección de Aznapuquio.

Gran esfuerzo cerebral revela el general Valdés en su exposición, para atenuar el pecado y sus consecuencias; pero la voz de la conciencia le grita que todos sus argumentos son deleznables ante el rigor de las ordenanzas y de las leyes del honor militar; y por eso, termina solicitando del monarca, no precisamente la absolución, sino que se eche tierra sobre el acto de rebeldía. Así en España como en el Perú, han sido siempre una grandísima calamidad estos generales que hacen política con criterio de cuartel.

La rebelión de Aznapuquio no se defiende con palabras ni con chicana de abogado. Si defensa cabe, es la del hecho triunfante:—la victoria, y no la derrota de Ayacucho. Un hecho