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Cachivachería

chentera ó contadora de cuentos, (que de los tres modos sabíamos decirlo. sin cuidarnos del Diccionario,) y se nos pasaban las horas muertas oyéndola narrar consejas que, si ahora las calificamos de ñoñerías sin entripado, á la chiquillería parecieron verdades como el puño, y con más intención que un toro bravo. Sonaban en un reloj de cuco las diez de la noche, y los muchachos distábamos mucho de pestañear embelesados con cuentos que, aunque la anciana nos los relatara por centésima vez, para nosotros revestían siempre el hechizo de lo nuevo. La infancia es de suyo desmemoriada, y la vieja sabía rezar el Credo.¡A dormir, niños!—gritaban impacientes las madres que en nuestras repúblicas americanas han sido, son y serán siempre muy madrazas; y la muchacheria se insurreccionaba y había lo de: —Ahora á la cama le vas.

—Si me cuentan otro cuento.

—Pero, hijo, si ya van ciento...

—Unito más !» Y no había vuelta de hoja. Como la paloma en los árboles de fuego, venía el unito más.

¿Y qué es el pueblo? El pueblo no es más que una colectividad de niños grandullones.

Resultado de mis lucubraciones sobre la mejor manera de popularizar los sucesos históricos, fué la convicción intima de que, más que al hecho mismo, debía el escritor dar importancia á la forma, que ésta es el Credo del tío Antón. La forma ha de ser ligera y regocijada como unas castañuelas, y cuando un relato le sepa á poco al lector, se habrá conseguido avivar su curiosidad, obligándolo á buscar en concienzudos libros de Historia lo poco ó mucho que anhele conocer, como complementario de la dedada de miel que, con una narración rápida y más o menos humorística, le diéramos á saborear. El estilo severo en una tradición, cuadraría como magnificat en maitines: es decir, que no vendría á pelo.

Tal fué el origen de mis Tradiciones, y bien haya la hora