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Ricardo Palma

Aunque en esos primeros versos de Alberto abundaba la incorrección de forma, propia del principiante, encontré en ellos un poeta en germen. Sus rimas tenían todo el atractivo de la adolescencia, todo el tibio perfume de la juventud que aún no ha sido combatida por el huracán de las pasiones ni apurado la hiel de los desengaños y del infortunio.

Desde entonces principió nuestra amistad y correspondencia. Se estableció entre los dos constante cambio de ideas y sentimientos, y al través de la distancia, me acostumbré á leer en lo intimo de su alma, como en libro abierto. Yo lo trataba con la llaneza un tanto socarrona de los viejos cuando se intiman con los jóvenes. Así lo alentaba en sus confidencias, y le daba los consejos sinceros que la experiencia y el afecto me dictaban.

Recuerdo con íntima tristeza que, en una de mis cartas, dos años antes de su muerte, le decía, á propósito de ciertas juveniles y legítimas aspiraciones políticas de que me hablaba: —Calma, amigo mío; la política es manjar para gente gastada.

Viva usted todavía con la vida del espíritu, y no envenene su alma tan temprano. No olvide usted que los jóvenes precoces viven poco.—Fatídico, tristísimo augurio de mi pluma.

Yo no sé si Alberto se lanzó ó no en esa candente arena de la política, matadora de las ilusiones y del entusiasmo, vida en que, á la postre, se ostenta joven la faz y anciano el corazón; vida de prosa y materialismo, vida de ideales, absurdos casi siempre, y en la que, como el médico que armado de escalpelo intenta adueñarse de los misterios del organismo humano, sólo se cosechan decepciones. En política, lo que nos imaginábamos oro, es oropel.

Los poetas no han nacido para la política. Dios no quiso hacer de ellos seres contradictorios. Son harto soñadores; y la política es, como la tumba, la más desconsoladora de las realidades. Lamartine, el gran poeta de las melancolías y dulzuras, fué el más infeliz de los políticos. Los pueblos no son el arpa de marfil que, pulsada por el bardo, produce melodías.

Quizá dirá usted, don Enrique, que se me ha ido el santo al cielo. y dirá bien. Esto tiene la condenada politica, que al