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Pues Alonso Alvarez tuvo la fatal ocurrencia de poner ese propio mal nombre, nada menos que al Asistente de Sevilla don Bernardino de Avellaneda, señor de Castrillo. Cunde entre el vulgo, llega á oidos del Asistente, y jura su señoría que el malandrín poeta le ha de pagar caro la injuria. Promuévele un altercado en la calle; ordena á los alguaciles que lo lleven á la cárcel, por desacato á la autoridad; pone el amenazado pies en polvorosa; le sacan de Santa Ana, donde había tomado iglesia; enciérranle en un calabozo, y tras darle el Asistente tres horas para encomendarse á Dios, le cuelga, sin más proceso, de la horca. Justicia expeditiva.

En vano fué que, en la capilla, escribiese Alvarez el cristiano romance que así termina:

Muera el cuerpo que pecó,
pues bien la pena merece,
y vaya el alma inmortal
á vivir eternamente.

En vano todos los poetas sevillanos se arremolinaron pidiendo gracia para su camarada, llevando la voz el noble y famosísimo dramático don Juan de la Cueva, quien presentó al Asistente, por vía de memorial, este soneto, menos bueno que bien intencionado:

No des al fébeo Alvarez la muerte
¡oh gran don Bernardino! Así te veas
conseguir todo aquello que deseas,
en aumento y mejora de tu suerte.

El odio estéril en piedad convierte,
que en usar de él tu calidad afeas;
cierra el oído, ciérralo, no creas
al vano adulador que te divierte.

De ese que tienes preso, el dios Apolo
es el juez, no es sufragáneo tuyo;
ponlo en su libertad, dalo á su foro.