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Mis últimas tradiciones

ros, azote en el siglo xvII de nuestras posesiones de Indias.

Calmadas las zozobras que inspiraban los amagos filibusteros, »don Francisco se contrajo al arreglo de la hacienda pública, »dictó sabias ordenanzas para los minerales de Potosí y Huan»cavelica, y en 20 de diciembre de 1619 erigió el tribunal del »Consulado de Comercio. Hombre de letras, creó el famoso »Colegio del Príncipe, para educación de los hijos de caciques, »y no permitió la representación de comedias ni autos șacramentales que no hubieran pasado por su censura. Deber del que gobierna—decía—es ser solícito para que no se pervierta »el gusto. La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era »puramente literaria, y á fe que el juez no podia ser más au»torizado.» ¡Un virrey que funda un colegio para la educación de los hijos de caciques! ¿Cuándo han hecho cosa igual, ni siquiera parecida, ni aún de lejos, los norteamericanos? ¿Han pensado jamás en dispensar protección semejante á los hijos de los jefes de aquellos pieles rojas á quienes, muy al revés, han perseguido á sangre y fuego? Se dirá que si el principe de Esquilache fundó el colegio, llevaba el propósito, al verificarlo, de que los hijos de los caciques se instruyesen en la religión católica. Es cierto, sin disputa, porque la colonización del Perú, de Chile, de México y de todos los reinos de la América Meridional y Central, no la llevaron á cabo ateos y racionalistas, sino creyentes, católicos que en primer término deseaban gabar almas para el cielo, sacando á los indios de las tinieblas de la idolatría y librándolos al propio tiempo de las bárbaras costumbres que existían en sus respectivas comarcas. No fueron el dinero y el comercio exclusivamente los que llevaron á los españoles á las Indias, sino miras más levantadas, como lo prueban las leyes dictadas para aquellos países y la conducta misma de los principales virreyes. No pretendemos afirmar, ni mucho menos, que en repetidas ocasiones la codicia y la sed de oro no prevaleciesen sobre el desinterés, la liberalidad y acaso la misma justicia. Hombres eran al fin y al cabo los virreyes, hombres al fin cuantos debían secundarlos en el gobierno del virreinato, y por consiguiente no es de extrañar que en sus anales se encuentre, de vez en cuando, míseras pasio-