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Ricardo Palma

Veinte años que, en la mujer, son la edad en que la sangre de las venas arde y bulle como lava de volcán en ignición; morenita sonrosada como la Magdalena: cutis de raso liso ojos negros y misteriosos como la tentación y el caos; una boquita más roja y agridulce que la guinda; y un todo más subversivo que la libertad de imprenta, tal era mi amor, mi embeleso, mi delicia, la musa de mis tiempos de poeta. Me parece que he escrito lo suficiente para probar que la quise.

Para colmo de dichas, tenía editor responsable, y ese... á mil leguas de distancia.

La chica se llamaba... se llamaba... ¡Vaya una memoria flaca la mía! Después de haberla querido tanto, salgo ahora con que ni del santo de su nombre me acuerdo, y lo peor es, como diría Campoamor:

que no encuentro manera,
por más que la conciencia me remuerde,
de recordar su nombre, que era... que era...
ya lo diré después cuando me acuerde


II


Ella había sido educada en un convento de monjas—pienso que en el de Santa Clara—con lo que está dicho que tenia sus ribetes de supersticiosa, que creía en visiones, y que se encomendaba á las benditas ánimas del purgatorio.

Para ella, moral y físicamente, era yo, como amante, el tipo soñado por su fantasía soñadora.—Eres el feo más simpático que ha parido madre—solia repetirme,—y yo, francamente, como que llegué á persuadirme de que no me lisonjeaba.

¡Pobrecita! ¡Si me amaría cuando encontraba mis versos superiores á los de Zorrilla y Espronceda, que eran, por entonces, los poetas á la moda! Por supuesto que no entraban en su reino las poesías de los otros mozalbetes de mi tierra, hilvanadores de palabras bonitas con las que traíamos á las