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Cachivachería

retintín, dicen las limeñas esta frase:—Niña, yo no soy cortina de nadie.—Y corte ested el vuelo á la imaginación que se siente asaltada por un tropel de pensamientos pecaminosos.

Dóime de calabazadas por explicarme el simbolismo de las cortinas como signo externo de devoción, y en puridad de verdad que, mientras más luz busco, más se me obscurece el horizonte. Será (y es lo seguro) que soy un gaznápiro y no sé de la misa la media.

Pero no me digan que colchas y sobrecamas, siquiera sean de crochet ó de raso de China, son muestra de cristiano respeto: porque á esa chilindrina respondo muy suelto de huesos, que la prenda precisamente es de lo más irrespetuoso que cabe, porque trae consigo recuerdos de dormitorio que no siempre son pulcros ni castos. Mía la cuenta si hay algo de más prosaico y churrigueresco.

Y prueba de esta verdad es que, un minuto después de pasada la procesión, las cortinas han desaparecido, como por encanto, y vuelto á la habitación de donde nunca debieron haber salido. Sin darse cuenta de ello, instintivamente, conoce la dueña de una casa que esa prenda ha estado fuera de su sitio y destino.

Prendas hay que no se hicieron para lucidas como cara de buena moza pegada á cuerpo de sílfide. En la última procesión, vimos cortinas tan abigarradas y zurcidas que, á gritos, se quejaban de que las hubiesen sacado á vergüenza pública, haciéndolas comidilla de epigramas y murmuraciones.

Francamente, que en buena ordenanza municipal debería empezarse decretando la jubilación ó cesantía de cortinas valetudinarias, para concluír más tarde en la abolición del adorno, que maldito si adorna, y que hace tanta falta en las procesiones como los gatos en misa.

A Dios lo que es digno de Dios... y á la cama la sobrecama.