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Ricardo Palma

En los tercetos En loor de la poesía hay lo que puede llamarse derroche de ilustración y gran conocimiento de los clásicos griegos y latinos, cuyo estudio, en 1607, apenas si se iniciaba en la Universidad de San Marcos, á cuyas aulas no era aún lícito penetrar á la mujer. Si la anónima poetisa viviera en las postrimerías de este nuestro siglo xix, de fijo que podría decir con vanagloria: —Ya no hay en el mundo más que dos personas que saben latín á las derechas: el papa León XIII y yo.

La mujer sabia no fué hija del siglo xvII, en América, como tampoco lo fué la mujer librepensadora ó racionalista. Para la mujer, en el Perú, no había siquiera un colegio de instrucción media, sino humildísimas escuelas en las que se enseñaba á las niñas algo de lectura, poco de escritura, lo suficiente para hacer el apunte del lavado, las cuatro reglas aritméticas, el catecismo cristiano, y mucho de costura, bordado y demás labores de aguja. Hasta después de 1830 no hubo escuela en la que adquiriesen las niñas nociones de Geografía é Historia. No siempre había de subsistir lo de misa, misar, y casa guardar.

La verdad es que, en la primera mitad del siglo xvII, México se enorgullecía con ser patria de una gran poetisa—Sor Juana Inés de la Cruz—nacida en 1614, la que mantenía correspondencia poética con laureados ingenios de Madrid, y aun con vates españoles residentes en el Perú. No era una poetisa anónima, sino un espíritu que sentía y se expresaba con la delicadeza propia de su sexo, de un talento claro de una inteligencia, cultivada hasta donde era posible que en América alcanzase la mujer. No fué una sabia, no fué un portento de erudición como la pseudo—autora de los tercetos; fué sencillamente una poetisa que transparentó siempre, en sus versos, femeniles exquisiteces.—Si México posee una hija mimada de Apolo, el Perú la tuvo antes, se dijeron nuestros antepasados; y por esta razón de pueril vanidad patriótica no hubo, en los tiempos de la colonia, quien, sin prejuicios y con ánimo sereno, acometiera la investigación. Y así la mixtificación se perpetuaba, y podíamos exhibir una competidora á la bien y legítimamente conquistada fama de la mexicana monja.