Habrían caminado ya una cuadra cuando el capitán García se detuvo, y sin fanfarronería, con entera serenidad de espíritu, le preguntó al oficial chileno, que tenía aspecto de buen muchacho:—¿Me permite usted, teniente, encender un cigarrillo?
—No hay inconveniente, capitán. Fume usted cuantos quiera hasta llegar á la falda.
García sacó del bolsillo de su talismán, nombre con que se bautizó, por entonces, á la levita de los oficiales, una cajetilla de cigarros de papel.
— Fum usted, teniente?
—Sí, capitán, y gracias—contestó el chileno aceptando el cigarrillo.
—Así como así—continuó García,—siendo éste el último que he de de fumar, hago á usted mi heredero de los doce ó quince que aun quedan en la cajetilla, y fúmeselos en mi nombre.
Luján se sintió conmovido y aceptando el legado contestó: —Muchas gracias. Es usted todo un valiente, y créame que ine duele en el alma tener que cumplimentar el mandato de mi jefe.
Y sin más, prosiguieron el descenso.
Faltábales poco menos de cincuenta metros para llegar á la siniestra falda cuando, á una cuadra de altura, resonaron gritos dados por otro oficial chileno: —¡Eh! ¡Luján! ¡Teniente Luján! ¡Párese, hombre! ¡Espéreme!
Luján mandó hacer alto á su tropa, y retrocedió para salir al encuentro del voceador.
¿Qué había sucedido? Que el coronel, calmada la primera impresión, reflexionó que su orden de fusilar prisioneros encarnaba mucho de injusticia y de ferocidad salvaje. Llamó á uno de sus subalternos y le mandó que corriese á defener á Luján.
—Dicc el coronel—fueron las palabras del emisario al aproximársele su compañero,—que no fusiles á estos cholos y que los lleves al depósito de prisioneros.
—Me alegro—contestó Luján,—porque el capitancito me ha sido simpático, como que me ha hecho nada menos que su heredero.