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Ricardo Palma

un cumpleaños, matrimonio ú otra fiesta de, familia, invitaba indefectiblemente á Juan Pérez, el cual no se hacía rogar para concurrir con su harpa y deleitar, gratis et amore, á los convidados. Era hombre muy querido y popular.

Cada gallo canta en su corral; pero el que es bueno, bueno, canta en el suyo y en el ajeno. A esta clase pertenecía Juan Pérez; porque, si en su casa tocaba bien, en la de los vecinos lo hacía maravillosamente. Mejor, sólo santa Cecilia en el cielo.

Si los aplausos lo embriagaban, no menor embriaguez le producían las reiteradas libaciones. Y como casi no pasaba noche sin parranda, se fué, poquito á poquito, aficionando al zumo de parra. El harpa y la copa llegaron, á la postre, á ser para él divinidades á las que tributaba fervoroso culto.

En cuanto á hijas de Eva no pasaba de ser pecador de contrabando y á dure lo que durare, como cuchara de pan, y después, de ella hacía tanto caso como el autócrata ruso del primer calzón de raso que se puso.

Frisaba ya Pérez en los cuarenta cuando Zoilita Véjar, que era, como dijo el conde de Villamediana, una de tantas santas del calendario de Cupido, consiguió hacerlo pagar derechos en la aduana parroquial por ante su merced el padre cura.

Juan Pérez no se atuvo al refrán que dice: —Ni cabra horra ni mujer machorra—y apuró el tósigo.

—Para marido sirve cualquiera—dijo para sus adentros la mozuela, como aquel pobre diablo que fué á solicitar empleo en una casa de comercio, y preguntándole el patrón si estaba expedito en el manejo de la caja, contestó: —Calcule usted si lo estará quien, como yo, ha sido cinco años tambor en cuerpo de línea.