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Mis últimas tradiciones

El padrino, que trabajaba ya en taller propio y que, moneda á moneda, guardaba como ahorro un centenar de peluconas, resolvió que su mujer cerrase la picantería; y el matrimonio fué á establecerse en el extremo opuesto de la ciudad, en la calle del Arco, donde con modesta decencia arreglaron una casita. No querían que la niña siguiese en contacto de vecindad con gentes que la humillasen recordándola lo infortunado de su cuna.Y así vivieron muy felices hasta fines de 1821 en que el diablo, que es muy diablo, metió la cola en la limpia casita de la calle del Arco.

María había cumplido quince años, y la fama de su hermosura y discreción estaba generalizada en la parroquia.

Sus protectores la cuidaban como oro en paño, y apenas si los apasionados de la joven podían complacerse en mirarla, y aun atreverse á dirigirla un piropo ó galaptería, cuando los domingos, acompañada de su madrina, salía de la misa de nueve en Monserrate.

Poquísimas semanas hacía que San Martín ocupaba la capital y que la Independencia del Perú se había jurado. Entre los jefes y personajes argentinos cundió la réputación de deslumbradora belleza conquistada por la joven limeña, á quien la crónica callejera daba por hija de todo un virrey, nada menos.

La misa de nueve, en Monserrate, se convirtió en romería para los galanteadores argentinos. Todos se volvieron devotos cumplidores del precepto dominical, empezando por el minitro don Bernardo Monteagudo, cuya neurosis erótica (tan magistralmente descrita por el doctor Ramos Mejía en su delicioso libro Neurosis célebres) llegó al colmo cuando conoció á María Abascal. Es claro que, desde los primeros momentos, él y ella se dirigieron con los ojos más trasmisiones que dos centrale telegráficas.