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Ricardo Palma

— Acabáramos!—murinuré.—¡Vaya si la conozco!

Y como alguna vez he escrito sobre Rosa Campusano (la querida de San Martín) y sobre Manuela Saenz la querida de Bolívar), encuentro lógico borronear hoy algunas cuartillas sobre María Abascal (la querida de Monteagudo).

I'or los años de 1807 existió, en la calle ancha de Cocharcas (hoy Buenos Aires), la más afamada picanteria de Lima, como que en ella se despachaba la mejor chicha del Norte y se condimentaban un seviche de camarones y unas papas amarillas con ají, que eran cosa de chuparse los dedos. Los domingos, sobre todo, era grande la concurrencia de los aficionados al picante y á la rica catesa de Trujillo.

La propietaria de la picantería era una mulata de Chiclayo, casada con un lambayecano que trabajaba como ebanista en una fábrica de muebles.

En la tarde del 8 de Septiembre, día en que medio Lima concurría á las fiestas que se efectuaban en homenaje á la Virgen de Cocharcas, fiestas que, después de la solemne inisa y procesión, concluían con opíparo banquele dado en el conventillo por el canónigo capellán, lidia de toretes, jugada de gallos, maroma y castillitos de fuego, entró á la picantería una negra que llevaba en brazos una preciosa niña, de raza blanca, y que revelaba tener nueve ó diez meses de nacida. Pidió la tal un mate de chicha de jora y un plato de papas con ají, y cuando llegó el trance de pagar la peseta que importaba lo consumido, la muy bellaca puso sobre el mostrador á la criatura, y le dijo á la patrona: —Yo soy del barrio, y voy á mi cuarto á traerle los dos reales. Le dejo en prenda á la niñita María y cuidémela mucho que ya vuelvo.

Y fué la vuelta del humo.

Después de muchas investigaciones, la picantera sacó en limpio que la negra era una de las muchas amas de cría de } (