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Ricardo Palma

á la horca y á todos los altos puestos, como tomar cartas en ese enmarañado juego.

Los cuzqueños miran con gran devoción una imagen del Señor de los Temblores, obsequiada á la ciudad por Carlos V, y que suponen pintada por el pincel de los ángeles. Una mañana empezó á esparcirse por la ciudad el rumor de que la efigie iba á ser robada por emisarios de Santa—Cruz, para trasladarla á un templo de Bolivia. El pueblo se arremolinó, acudió la fuerza armada, hubo campanas echadas á vuelo y, para decirlo de una vez, motín en toda forma, con su indispensable consecuencia de muertos y heridos.

El agitador de las turbas había sido el santo padre Oroz.

Pero no fué sólo la ambición el sentimiento que de improviso brotara en su alma. También estaba locamente enamorado de una de sus confesadas, la hermosa Angela, hija de una respetable familia del Cuzco. La pasión del Iraile por ella se convirtió en una de esas fiebres que matan la razón.

El se repetía con un poeta: El alma que siento en mí está partida entre dos: la mitad es para ti, la otra mitad es de Dios.

El padre Oroz, que había pasado su juventud entera consagrado al estudio, que se había captado el respeto del pueblo, que en distintas ocasiones había sido elevado al primer rango de la comunidad franciscana, sacrificó en un instante su pasado de ascetismo y beatitud, manchándose con el crimen.

Angela, que tal vez no habría resistido á un seductor armado de rizados bigotes y guantes de Preville, tuvo odio y repugnancia por un amante que vestía hábito de jerga y mostraba rapado el cerviguillo. El fraile, convertido en rabioso sătiro, la amenazó con un puñal; y por fin, desesperado con el obstinado desdén de la joven, terminó por asesinarla.

El mismo día desapareció del Cuzco el padre Oroz.