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Ricardo Palma

orlaban ya los laureles de Pichincha, y que en breve obtendría también los de Ayacucho.

O'Connor llamó al asistente, y le ordenó que sirviese taza de té y copita de ron al general.

Reanudóse la conversación, que fué toda sobre política y planes militares de campañia, y á propósito de un expreso que pocas horas más tarde debía salir del cuartel general con pliegos para Quito, dijo Sucre: —Aproveche usted de la oportunidad, coronel Sandes, si quiere enviar alguna carta. Yo sé que no le falta á quien escribir.

—No tengo urgencia—contestó lacónicamente el irlandés.

—Hablemos—continuó Sucre—con franqueza de soldados y de caballeros. Sé que usted pretende, en Quito, á la hija del marqués de Solanda. Yo también pretendo casarme con esa señorita, y como nuestra sangre no se ha de derramar por otra causa que por la libertad americana, me permito proponer á usted que confiemos á la suerte nuestra pretensión. Tiremos un peso al aire para ver quién gana la mano de la marquesita.

— Convenido, general—contestó Sandes con la genial flema irlandesa.

—Ea! O'Connor, saque usted un peso de su bolsillo—prosiguió Sucre, elija usted, Sandes...

¿Cara ó sello ?

—No, mi general: elija usted, como mi superior.

—Precisamente por eso no debo ser el primero en elegir.

No es asunto de servicio militar...

—Sino del servicio del dios Cupido—interrumpió O'Connor —servicio en que la igualdad es absoluta, pues en levas de amor no hay tallas. Déjense de cortesías, y acuérdenme el derecho de elegir.

—¡Muy bien! ¡ Aceptado!—contestaron á una los rivales.

—Cara para el general y sello para mi paisano—dijo O'Connor, y lanzó un peso fuerte hasta la altura del techo.

La suerte fué adversa para el coronel irlandés.

¡Ah! ¡Los Libertadores! ¡Los Libertadores!!!

En los tiempos de la capa y la espada los líos amorosos se desataban á cintarazos. Los Libertadores supieron, hasta en I