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Mis últimas tradiciones

113 tendió las alfombrillas sobre la sepultura. Aquí va á haber algo muy gordo, se decían, y no se equivocaron.

Un cuarto de hora después llegó doña Ana con su inseparable mariscala, ambas puestas de veinticinco alfileres y deslumbrando con el brillo de las alhajas. Al encontrar ocupado su sitio, dona Ana se detuvo sorprendida; pero rehaciéndose en breve, dijo, á doña María: —Señora, este sitio me pertenece desde que Trujillo es Trujillo, y espero que tendrá á bien irse con su alfombrilla á otro lugar.

Me lo ruega usted ó me lo manda?—contestó con tono de fisga la andaluza.—Si me lo ruega, le daré gusto; pero si me lo manda, nones y nones, que en la casa de Dios no hay sitio comprado.

—Probablemente olvida usted con quién habla. Guarde respetos, y sepa que está hablando con la esposa del maese de campo don Diego de Mora y con la mariscala de Alvarado.

La sevillana las midió con la mirada de abajo para arriba y luego de arriba para abajo; y con la flema despreciativa y desgaire insultador de una manola del barrio de Triana, contestó: — Valiente par de p...s!

Aquello fué ya cosa de taparse los oídos con algodón fenicado, para no oir las palabrotas que vomitaron las de Mora, de Alvarado, de Barbarán y de Montúfar, olvidadas por completo de la reverencia debida al lugar en que se hallaban. El concurso se arremolinó y, dicho sea en verdad, mayor era número de los amigos y amigas de la andaluza. A la bulla acudió el cura seguido del sacristán, y cuando se convenció de que le era imposible aquietar los ánimos, gritó furioso: —¡Basta de escándalo y lodo el mundo á la calle! Esto no es misa de gallo sino misa de gallinas.

Y el sacristán cerró la puerta de la iglesia, cuando se retiraron los feligreses, quedándose la misa sin celebrar por carencia de público.

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