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ENCíCLICA

y las tildes, no atiendan a aquella verdadera sabiduría, cuyo principio es el temor de Dios, y a cuyos preceptos deben conformarse en todo las acciones de la vida. El conocimiento de muchas cosas debe llevar consigo unido el cuidado de educar el ánimo; de modo que la religión informe y domine todo estudio, sea el que sea, y de tal manera sobresalga entre todo por su majestad y suavidad, que deje como aguijones en las almas de los jóvenes.

Tanto empeño ha mostrado siempre la Iglesia en que toda clase de estudios se ordenasen principalmente a la educación religiosa de la juventud, que no solamente ha procurado que a esta enseñanza se diese el primer lugar entre todas, sino que nadie desempeñase este grave oficio de maestro que no fuese idóneo y aprobado como tal por el juicio y autoridad de la Iglesia.

Mas, no solamente tiene la religión sus derechos en las escuelas de la infancia. Hubo un tiempo, en que por estatuto de toda Universidad, singularmente la de París, estaba determinado, que todos los estudios de tal manera se acomodasen a la teología, que ninguno llegase al término de la sabiduría, si no había obtenido el grado de Doctor en aquella ciencia. El restaurador de la época de León décimo y, después de él, los Pontífices Nuestros predecesores, quisieron que el ateneo romano y las llamadas Universidades de estudios, fuesen, en tiempos en que la impiedad hacía cruda guerra a la religión, como firmes baluartes, en los que se educase la juventud bajo los auspicios y dirección de cristiana sabiduría. Tal método de estudios, que daba la primacía a la ciencia de Dios y de las cosas sagradas, produjo abundantes frutos, e hizo que los jóvenes, así educados, mejor se contuviesen en el cumplimiento de sus deberes. Este mismo resultado obtendréis vosotros, si procuráis con todas vuestras fuerzas, que en las escuelas, que llaman medias, en los gimnasios, liceos y academias se respeten los derechos de la religión. — Ni esto dejará jamás de suceder, resolviéndose a tomar este árido trabajo, si existe la deseada unión de· voluntades y concordia en el obrar. ¿Qué pueden hacer las fuerzas de los buenos, si se dividen, contra el ataque de los enemigos? ¿O qué puede aprovechar la virtud de cada uno, no habiendo común disciplina? Por lo cual exhortamos vehementemente, que, re­movidas las inoportunas disputas y disensiones de las partes, que con tanta facilidad disocian los ánimos, todos tra­bajen a una para procurar el bien de la Iglesia,· uniendo a este fin sus fuerzas y teniendo una misma voluntad, solícitos en conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz [1].

  1. Ef 4, 3.